A pesar de que es algo que cualquiera de nosotros sentimos a diario, no sabemos todavía en qué consiste la fatiga ni cuáles son los mecanismos que la producen.
Fatiga es sinónimo de cansancio, y ambas palabras se utilizan indistintamente para referirse a una desagradable sensación de falta de energía, pero, en términos coloquiales, hablamos de cansancio cuando se origina como consecuencia de una actividad física y de fatiga cuando percibimos que el origen es más a nivel mental.
De todas formas, casi siempre ambas sensaciones de fatiga física y mental van estrechamente unidas y resulta difícil diferenciar bien ambos componentes.
Como síntoma, la fatiga acompaña a cualquier enfermedad, bien sea infecciosa, neurológica, psiquiátrica, oncológica, reumatológica, etc. La única condición es que sea de carácter crónico, o por lo menos de una cierta duración. En algunas ocasiones, la fatiga es de tal magnitud que se puede considerar en sí misma como una enfermedad, como ocurre en el síndrome de fatiga crónica.
Se encuentra frecuentemente asociada con otros síntomas generales como dolor, ansiedad, depresión, apatía, alteraciones del sueño o alteraciones cognitivas. Todos estos síntomas tienen en común que se producen en el sistema nervioso central, por lo que podemos deducir que la fatiga tiene que tener también el mismo origen.
Si analizamos cómo se comporta el cansancio físico en una persona sana, se puede ver que conforme va realizando cualquier actividad el nivel de cansancio crece progresivamente y que cuando descansa, sobre todo durmiendo, recupera la situación previa y el cansancio desaparece.
La actividad mental tiene una dinámica parecida, pero es mucho más compleja y tiene otros componentes. Así, actividades como pensar, estudiar, concentrase; emociones, como las que acompañan a disgustos, problemas, o alegrías también; sentimientos de tristeza, soledad, ansiedad, preocupación etc., son algunos buenos ejemplos de actividad mental que conducen a la fatiga a lo largo del tiempo.
En la fatiga mental, la recuperación no es tan fácil ni tan rápida como en el caso del cansancio físico. En primer lugar, las actividades mentales no cesan con tanta facilidad como la actividad física. Podemos dejar de hacer ejercicio físico de forma brusca, pero no podemos dejar de sentir tristeza o preocupación por algo con la misma rapidez. En segundo lugar, la fatiga mental no se recupera con el descanso, sino modificando los sentimientos y emociones para que no sigan consumiendo energía, y eso lleva tiempo y no resulta tan fácil por lo que este tipo de fatiga mental es mucho más duradero.
De esta dinámica podemos deducir que durante la actividad física o mental “algo” se produce en nuestro sistema nervioso central -o “algo” se gasta- que es el responsable de que aparezca la sensación de fatiga y de cansancio.
La dificultad surge cuando no conocemos qué es ese “algo” y cómo medirlo. Esto nos lleva también a no saber cómo tratarlo para que desaparezca y mejore así la fatiga.
Entre tanto, nos tenemos que ajustar a lo que sabemos y utilizar aquellas medidas terapéuticas que mejoran esta situación.
La mejoría de la calidad del sueño es una de las medidas más rentables. Es preferible utilizar técnicas de higiene del sueño en lugar de fármacos, porque estos últimos, especialmente las benzodiacepinas, produce varios efectos secundarios y, además, pierden eficacia a las pocas semanas de usarlos.
También sabemos que el ejercicio físico aeróbico suave mejora la calidad del sueño y este no tiene efectos secundarios.
Algunos antidepresivos y anticonvulsivantes en los ensayos clínicos han mostrado una cierta mejoría en el síntoma de la fatiga, aunque el objetivo principal que se persigue al utilizar estos fármacos es la mejoría de otros síntomas, principalmente los derivados de las emociones y sentimientos.
Por último, algunas terapias psicológicas ayudan a afrontar y gestionar mejor las emociones y los sentimientos y por este motivo son capaces de mejorar también la fatiga.
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